domingo, 29 de marzo de 2009

Los ojos con el brillo de suspiros derramados


En un portal de la decimotercera calle -allí se les nombraba con números, así como se numeraban los pisos con las letras del abecedario- hubo hace años un asombroso interruptor de luz que yo visitaba cada mañana antes de ir a por el periódico de mi abuelo. Fue él quien me lo enseñó.
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El aparato, aun llevando a cuestas todos esos años ( más de los que sumaban mis primaveras en nuestro primer encuentro), era capaz de detectar cualquier movimiento como si se tratase de un cazador detrás de un indefenso cervatillo. En cuanto tenía constancia de la presencia de un ser susceptible (por no decir miedoso) y falto de experiencia en la vida, se encolerizaba como un descosido. Y retrocedía yo siempre, buscando los brazos de mi abuelo. No me hizo nada, solo contaminaba con el ruido que se deja flotando al simular un reloj enfadado y con la sangre demasiado acelerada como para pensar que al tiempo no le afectaría este cambio brusco en su pulso cardíaco.
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Recuerdo que un día lloré al acercarme a ese lado del portal. Corría mayo en el calendario y llevaba ya muchas eternidades cortas sin visitarle. Me asusté. Hacía meses que no me robaban segundos tan descaradamente como aquel interruptor. Me aventuraría a decir que cada uno de sus movimientos equivalía a poco más de un batir de alas de colibrí.
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Pero yo seguí yendo a por el periódico, hasta que llegó un punto en el que ni parpadeaba al plantarme delante del sensor de movimiento de veinte años atrás. Así, me gustaba pensar que me haría valiente y crecería rápido, bailando entre corcheas en un tempo presto.
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No solo pasaban los minutos por mi piel, mi rostro o mis manos. Ya no volví a llevarle el periódico a mi abuelo. A él también le habían robado lo que no es de nadie.
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La tarde que me enteré de esto fui al dichoso portal, y pulsé el maldito interruptor incluso antes de que me detectara. Aguantaba sin pestañear tantos aleteos como instantes de luz artificial me brindaba el instrumento que había diezmado tanto mi niñez como la de los míos.
Oscuro. Volvía a pulsar. Silencio. Me detectaba. Oscuro y silencio. Click. Luz y alas. Tinieblas y susurros...
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Juraría que ese día me pasé dos horas seguidas allí, derrochando electricidad, lágrimas y rabia. Juraría, además, que dije en voz muy alta y estando sola: "Lo único que me puede ver caer de nuevo, a partir de ahora, será la entrada a esta casa de la calle decimotercera. Concretamente, el ladrón de la arena de relojes, castillos y playas desiertas que allí vive."
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A los tres años de hacer tal promesa al olor a ciudad mojada concentrado en una habitación hicieron reformas en el portal. Quizá el uso desmesurado que yo le daba al interruptor produjo la avería. Quizá fue él, que había robado tanto a tantos que ya no le cabía más oro en los bolsillos. Quién sabe.
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Al final, lo único que quedó de aquel artilugio fue una marca rectangular y gris en la pared. Aparecieron detectores modernos, sin ruidos y ni siquiera a destiempo con el mundo. Ni batir de alas ni zumbido de bombillas viejas. Nada.
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Desde entonces, no me han vuelto a ver llorar.
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Y si te vas me voy por los tejados
como un gato sin dueño
perdido en el pañuelo de amargura
que empaña sin mancharla tu hermosura.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Con las faldas de alquiler


Escondida entre las murallas de lo ajeno
sobrevive a suspiros robados del gentío
la flor que en verano pasa frío
cuando las pestañas se empapan de anhelos.
Su voz congela el estío
y se derriten los almendros
cuando viaja, desde el sitio
al tejado de su aliento.

A las doce no se miente
y se abraza a la luna
que se disfraza de gata
de ojos fijos. Amargura
por las calles de ahí abajo
cuando cose los retales
que traen desde ayer, harapos
sucios de desventuras
con otras gatas, otras lunas
de casa en otros campos.

Pocos la toman por musa
y si lo hacen van borrachos
le dicen: mi vida es tuya
y se mueren en sus brazos.

Siempre unos de veinte
son los imberbes que la incitan
a enamorarse, vestida,
la mujer que más siente,
del calor de invernadero,
desnudo, sintético y valiente.

Pero le amanece en el cuerpo
y se le vuela la máscara
colándose poco a poco
lenta por la persiana
Y con ella, vuelan también
sus ganas de todo, y de nada
Un: Hasta luego, vuelva pronto
y deje el dinero en la almohada.

Azucena es su nombre
y la consideran un hada
cuando el azabache de las noches
a los débiles embriaga.
En el barrio ya comentan
que cuando trabaja, baila
con los pliegues del ánimo
y las curvas de la guitarra
que suena, melodiosa
cantando en nombre de la rosa,
suntuosa como el reloj
hasta el fin de la jornada.
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Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones.

lunes, 9 de marzo de 2009



Se fue como se iba la luna al final de cada mes. Se fue sabiendo que volvería, pero no dejó ninguna nota en la puerta de la nevera. Se alejaba corriendo por una calle vacía, porque pensaba que flotando se elevaría en vuelo el mundo como se eleva el humo, ingrávido mentiroso de lo sucio. Decía, también, que saltando sin caer cambiaría como lo hacen las gaviotas que vuelan lejos de la costa, solo parando a descansar una hora al día en la isla de náufrago que les prestó un recién nacido en la vejez.

Disfrutó de la ausencia como se disfruta del té amargo en una sala de jazz, saboreando cada trago y moviendo los pies al compás que empapa habitaciones hasta donde la vista se funde con las paredes.

No quiso volver y, aunque siempre contestó a los telegramas en el alfabeto de los ‘quizás’, aun con la certeza de que su regreso no mejoraría el oleaje de un mar de mentiras y miradas que ella misma había creado, incluso con las manos sangrando de intentar retener la soga de su inútil intención de ayuda… su cuerpo se presentó ante el tribunal más duro que juzga las intenciones. Salió impune del caso. Pero su mente no apareció, ni siquiera para despedirse de su compañero.

Meses después, confesó: “Caminé con ellos siempre que pude, mas la vista iba perdida, por delante de los hechos y por encima de las cabezas, soñando a otro en una luna que me vigilaba las veinticuatro horas con la mueca que se escupe cuando cazas a una mariposa emborrachando de color a un pobre grillo.”
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Las opotunidades marcan nuestra vida. Incluso las que dejamos pasar.

lunes, 2 de marzo de 2009

Querer crecer como crecieras tú.


Murciélagos miopes en la fachada,
el caer de botes tras las pintadas
y pasos rápidos mofándose de las aceras.

Así son las noches, o así eran
antes de probar las pastillas.
Puro placebo, cosquillas
en los párpados que juegan
a rezar “y si fuera…”
mientras te nombra la avenida.

Yacer tendido en una cama,
cuando el sol no está de guía,
donde duerme y no descansa,
donde hablan y te avisan.

Donde las voces suenan en las caracolas
y levitan las sábanas de lo extraño
mientras ríes lo que no reiste. Amapolas
rojas se visten con paños.

Cuando el invierno se invierte
y llueve acuarela en verano,
cuando los aviones vuelan
en lo alto, plateados.
Entonces, solo entonces,
fulminante mirada de mago
habla aun sin estar presente:
¿crees en las casualidades?
Y, sabiendo tú que mientes,
respondes: no, son todo aves
de paso, cosidos cura fracasos.

El dejarse llevar se enreda en el pelo
y te ata a la libertad sin elección,
al leve deseo del ensueño
con lazos asfixiantes y dueños
de tu voluntad asomada al balcón.

Despunta el día por la cristalera
y sientes, siento, sentimos.
Una acción que bien pudiera
venderse en racimos
de uvas, o como el vino
que embriaga la escalera,
que patina, que desvela,
que hace reírse de todo
o llorar ante la idea
de marcar tu número
y hacer hablar al contestador.

El piano de teclas de marfil
es pellizcado por dedos fríos de dolor,
que como dijo Salinas,
mientras lo sienta será prueba
de que en otra vida no dolías.


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La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.
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Mientras siga viendo tu cara en la cara de la luna, mientras siga escuchando tu voz entre las olas y la espuma... mientras tenga que cambiar la radio de estación porque cada canción me hable de ti...