sábado, 23 de enero de 2010

Y si se acaba la gasolina...



En los recuerdos, era invierno. Pero allí nunca se sabe, quizá simplemente era de noche. O una tarde de verano. De lo que está segura es que fue en casa. No en esta, sino en la común a otoños, gatos, leña, verde, bosques, zarzas y robles. En el sofá rojo con cuadraditos que mamá compró aquel año. Esperando, antes de salir a ver estrellas. Entreteniéndonos con nuestras cosas de niños (él con cuarenta años). Jugamos a los físicos, a los matemáticos, a los geólogos y a los montadores de puzzles sin pieza clave. A falta de cinco minutos, inventó historias:
.
>>Te contaré algo. Un casi-secreto. Esto ocurrió hace muchos, muchos años. Con tu edad, tal vez menos, me enamoré de los relojes. De esos que hacen tic, tic, tic… con compases de agujas que te adormecen si los escuchas largo y tendido, o te avivan el cuerpo casi igual que una buena comida. .
En mi casa no éramos familia de dinero. Nada de caprichos.
Mi abuelo, un hombre observador y listo, muy listo, tenía ahorrados unos duros para los nietos. No mucho. Un mes de sueldo a repartir entre ellos. Mis hermanos y yo no lo apreciábamos. Ni pensábamos en dinero.
Al parecer yo le caía más que bien al abuelo, me enseñaba todo lo que sabía y que le había dado la experiencia de los años. Por decirlo de algún modo, era su ‘favorito’.
Conociendo mi pasión por los relojes analógicos, mi abuelo, con el dinero que tenía ahorrado, me regaló uno el día de mi primera comunión. Era elegante y humilde como él, con la correa de cuero y los números grandes, como a mí me gustaban.
Todos los días me ponía mi nuevo reloj, el reloj que me regaló el abuelo, el reloj que más tarde tendría el cuero desgastado y el cristal con roces. Y jugaba a las canicas con él en la muñeca. Y al clavo, a tirarnos por la arena… Y decía incluso que estudiaba, pero en realidad me quedaba mirándolo, sentado delante de la mesa de mi habitación.
.
Unos de esos días en los que amanece gris, o no amanece, y sabes de antemano que no va a ser tu día… lloré.
Porque lo había perdido. Porque ni en los bolsillos de los pantalones, ni en la mesilla de mi cama, ni en casa de mi vecino, ni siquiera en la mente prodigiosa de mi madre, donde todo está organizado milímetro por milímetro, como un mapa a escala de la casa… ni siquiera ahí apareció el reloj del abuelo.
Estuve triste mucho tiempo. Claramente no sé decir cuánto. No aceptaba horas de ningún otro. Sentía que le había defraudado. Pero acércate, y escucha…
.
.
Y se quedó callado.
.
tic tic tic..
.
No, sería el de la cocina..
.
tic, tic, tic
.
O que estaba lloviendo.
.
tic, tic, tic…
.
.

Comprendan, lectores, que para una niña de apenas siete años, era el mayor descubrimiento de todos los cuentos que le habían contado hasta entonces. Era imposible, era, era… como si se lo hubiera tragado. Y no cesaba nunca el tictac. No paraba, siempre que tuviera gasolina… y eso a Pedro le sobra.
.
>>Nunca llegué a perderlo. Lo guardé aquí, en el corazón, que más tarde perdí de tanto echarlo de menos. Ahora él siempre va conmigo. No hay un sitio mejor para llevar lo que más te gusta, ni lo que más ha vivido todo lo que tú has vivido.
.
.
La niña no se lo creía. Sin corazón no se puede vivir, eso lo sabía hasta un niño de parvulitos. Seguía atónita, preguntando por el truco. Rebuscó en todos los bolsillos del hombre, en los puños cerrados… y nada, no había relojes por ningún lado. A la fuerza, tenía que ser, como poco, real.

>>Y ahora venga, vamos a poner la mesa, que la cena ya está y se va a enfriar la comida –dijo.

Y no le dio importancia, como si fuera lo más normal del mundo.
.
.

* * *
.
Siete años más tarde – para algunos, muy poco tiempo; para otros, media vida – llega la niña a casa. Aunque ya no es tan niña, ni esa es “la” casa. Una sospecha previa por la mañana, viendo a sus padres juntos. Pero no pudo imaginarse nada de lo que se les venía a todos encima. Llamada en medio de la rutina y de una casa desolada.
.
“Vete comiendo. No tardamos. Se ha quedado sin gasolina..”
.
.
Luego, un mar en llanto.
.
.
.
( 8 )
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
Gente valiente que tiene miedo a morir y a que se mueran los demás
[Con este texto me presento al concurso literario del IES Claudio Moyano]

miércoles, 20 de enero de 2010

Pudo ser un amor del montón, pero todo el montón era mío...




Ahora salto
y me pongo a hablar de mí.
Pero tropiezo y caigo.
La soga se enreda en los tobillos.
Ya no quiero jugar.
O quizá sí.

Ya no quiero escuchar
ni escribir,
ni pararme en los semáforos
si caminas en la otra acera.
Ni salir al tejado de la azotea
a secar la lluvia con los labios
mientras te veo venir
agachando cabeza y orgullo.



Creo que hablan de unas llaves..
que encierran ajedrez y tiza
en medio de unos números alfabéticos.

Me había perdido.

Vuelvo de incógnita. A sub n
O quizá no.
.
.
(8)
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
Y en nada se queda el montón.

miércoles, 6 de enero de 2010

Una es darse la vuelta... la otra, darle la vuelta al mundo


Ella, pálida,
agita azules montes en la noche
y se repliega en blancas alfombras
cuando duerme.
.
Ella, lejos,
se ríe con dos caras de todos nosotros
y se besa a sí misma,
consumiéndose.
Creyendo que no puede sufrir de envidia.
.
Ella, triste,
se columpia en retales húmedos
y fríos como esta cama,
que llora demasiado pronto
___—no nos queda casi nada—
.
Ella, sola,
alza el cuello majestuosa
y le sopla la luz a las farolas
cegando insomnios semanales,
robando alientos.
.
Ella, humilde,
se desenreda las espinas
y las siembra en los molinos
enharinando arenas de nieve,
fruto de la corteza inerte
en cuyos surcos te has perdido.
.
Y reposa, divertida
observándote aún con vida,
con un brillo demente en los actos.
.

.
Como un niño con una lupa
que juega a matar hormigas.
.
.
( 8 )
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
“Nunca sabes distinguir si es invierno o verano,
si yo me hago daño, cariño, tu no sales ileso”